Una vez, uno de los mejores periodistas deportivos de este país, sobre todo en el ámbito del baloncesto, me aconsejó, medio en broma o medio en serio, que no ‘pontificara’. Lo hizo tras oír mi locución de un partido de la ACB en la que los árbitros habían sido determinantes con un par de decisiones erróneas en los instantes finales. Para mí –y lo decía abiertamente apoyándome en unas imágenes indiscutibles-, los colegiados habían influído claramente en el signo del partido, muy ajustado en todo momento.
Hoy, años después de aquel consejo-reprimenda, sigo pensando que no hice mal en señalar a los árbitros como responsables. No pedí su ejecución pública ni que les hicieran tragar los silbatos. Simplemente dije que se equivocaron y, afortunadamente, tenía unas imágenes que apoyaban mi discurso. Pero, a pesar de todo, el término ‘pontificar’ caló hondo en mí. Y es que los periodistas, sobre todo los deportivos, tenemos tendencia a eso, a pontificar, a creernos en posesión de la verdad absoluta, a tener siempre la solución a todos los problemas, a saber más que nadie, como si fuéramos los mayores expertos del mundo en cualquier materia. A veces nos creemos Dioses, y la mayoría no hemos sido ni monaguillos de las religiones deportivas sobre las que opinamos como auténticos profetas. Exigimos autocrítica a los demás, pero muchas veces ni nosotros mismos sabemos lo que es eso.
Opinamos sobre táctica futbolística sin haber entrenado ni a un equipo de alevines y, cuando nos lo echan en cara, todavía tenemos la desfachatez de responderle al entrenador de turno que, con el tiempo que llevamos viendo fútbol, sabemos tanto o más que él. Apliquen esa teoría a las películas de dos rombos y piensen si tendrían narices de decirle a Nacho Vidal que, con las horas de visionado que tienen en su historial, le darían sopas con hondas en lo suyo...
También opinamos sobre si tal o cual es el cáncer del vestuario, y la mayoría no hemos entrado nunca en él ni sabemos lo que sucede ahí dentro. O sobre si tal fichaje rendirá o será un fiasco, y todo lo que sabemos lo hemos visto en un par de resúmenes con sus mejores jugadas. Un día elevamos a los altares a un equipo, y al día siguiente, tras una derrota, lo hundimos en la miseria. Convertimos a clubes y deportistas en ángeles o demonios indistintamente y en cuestión de horas, y ni siquiera nos escandalizamos por ello.
Un ejemplo claro es el Barça. Empata en Valencia, pierde contra el Rubin Kazan y saltan las alarmas. ¿Se habrá acabado un ciclo? Cuatro días después, ganan 6-1 al Zaragoza y, sin que se nos caiga la cara de vergüenza, decimos que el Barça de la excelencia futbolística nunca se había ido. ¿En qué quedamos? Pues, seguramente, en que siempre queremos tener razón, pero olvidamos que nuestros lectores, oyentes o televidentes tienen memoria. Como dijo el técnico del Athletic Club, Joaquín Caparrós, “en el fútbol se pasa de puta a monja en cuestión de horas”. Sin embargo, con un poquito de coherencia, sentido común y autocrítica, todo sería mucho más sencillo y, sobre todo, creíble. ¿No creen?